20090813

Teorema / Capítulo 10 (Pier Paolo Pasolini)


Sí, en verdad, ¿qué hacen los jóvenes
inteligentes
de las familias acomodadas,
si no hablar de literatura y de pintura?
¿Quizá con amigos de más baja
extracción,
algo rudos, pero también más
atormentados
por la ambición? ¿Qué hacen, si no hablar
de literatura y de pintura,
desaliñados, subversivos, dispuestos a
hacerlo saltar todo por el aire,
empezando ya a calentar con sus jóvenes
traseros
las sillas del café ya calentadas por traseros
de los herméticos?
O bien paseando (es decir, pisando las
lajas divinas
de la parte vieja de la ciudad, como
soldados o como putas),
rebeldes enfermos de esnobismo
burgués,
a pesar de toda su sinceridad, de sus
idealismos,
de su vocación para la acción: sombra
dolorosa
de Esenin, o de Simone Weil, en el alma.
Pensémoslo: ya vengan, sudorosos,
de departamentos con tristes mantas
quemadas por la plancha o con armarios
que han costado pocos miles de liras al
padre, amado en secreto;
ya vengan de casas rodeadas
por el aura de la riqueza, con hábitos casi
celestiales,
con criados, proveedores... todos los
jóvenes literatos
están bañados de sudor, tienen una
palidez de ancianos,
si no de viejos, sus gracias están ya
descascaradas,
tienen una vocación irresistible para las
comidas pesadas
y la ropa de lana, son propensos a
enfermedades
hediondas —de los dientes o los
intestinos—,
son secos de vientre: en suma, pequeños
burgueses,
como los hermanos magistrados o los
tíos comerciantes.
Una única, gran familia privada de todo
amor.
De cuando en cuando, sobreviene en esta
familia
un Adorable. Pero, cosa extraña,
también Él, como los demás, los
enmugrecidos,
invoca (desde el principio de otro siglo y,
tras una breve interrupción entre el 45 y
el 55,
hasta nuestros días) a un Dios
exterminador: exterminador de sí
y de su clase social. ¡También yo lo
invoco!
Y esta invocación ya ha sido oída una vez.

Jovenzuelos lánguidos con chales Sioux,
fingidos jóvenes de Turín
ya medio calvos, con gabanes azules,
destructores de gramáticas,
fervientes castristas que se saltean las
comidas en Monza,
nuevos adoradores del "homo
qualunque" abrigados con pieles, que
aman
los Conciertos Brandeburgueses como si
hubieran descubierto una fórmula
antiburguesa que les hace lanzar a su
alrededor miradas furibundas,
democráticos dulcemente torvos,
persuadidos de que sólo
la verdadera democracia puede destruir a
la falsa; anarquistas
rubiecillos que confunden con perfecta
buena fe
la dinamita con su buen esperma (y
caminan
con grandes guitarras por calles
falsas como bambalinas, en grupos
roñosos); colegiales
universitarios que ocupan el Aula Magna
reclamando el Poder, en vez de renunciar
a él de una vez por todas;
guerrilleros con sus guerrilleras al flanco
que han decidido que los negros son
como los blancos
(pero acaso no que los blancos son como
los negros): todos estos
no preparan otra cosa que la llegada
de un nuevo Dios Exterminador,
marcados, inocentemente, con una cruz
esvástica:
sin embargo, serán los primeros en entrar,
con verdaderas enfermedades y
verdaderos
harapos sobre el cuerpo,
en una cámara de gas: ¿no es justamente
esto lo que quieren?
¿No quieren la destrucción, la más
horrenda destrucción,
de ellos mismos y de la clase social a que
pertenecen?
Yo, con mi pene pequeño, todo piel y
pelos, pero
capaz de cumplir con su deber, aunque
humillado,
para siempre, por un pene de centauro,
pesado y divino,
inmenso y proporcionado, tierno y
poderoso;
yo, vagabundo en los recovecos del
moralismo y el sentimentalismo,
luchando contra ambos, buscando su
alienación
(una moralidad alienada, un sentimiento
alienado
en lugar de los verdaderos: con
inspiraciones estimuladas
y, por lo tanto mucho más maternales
que las auténticas,
destinadas al ridículo, como es regla
burguesa);
yo me encuentro, pues, dentro de un
mecanismo
que ha funcionado siempre del mismo
modo.
La burguesía es lúcida, adora la razón:
sin embargo, a causa de su negra
conciencia,
maniobra para castigarse y para
destruirse: encomienda, así,
su Destrucción a emisarios
que son precisamente sus hijos
degenerados: los cuales
conservan estúpidamente
una inútil dignidad burguesa de literato
independiente,
o agresivamente reaccionario y servil, o
que
se hunden hasta el fondo y se pierden, y
en cada caso
obedecen a ese oscuro mandato.
Y empiezan a invocar al susodicho Dios.
Llega Hitler, y la burguesía está contenta.
Muere en el suplicio, por su propia
mano.
Se castiga, por mano de un Héroe
propio, a causa de sus propias culpas.
¿De qué hablan los jóvenes de 1968
— con las melenas
bárbaras y las chaquetas eduardianas, de
estilo
vagamente militar, y que cubren
miembros infelices como el mío?
¿De qué hablan, sino de literatura y de
pintura? Y esto
qué significa, sino invocar desde el fondo
más oscuro de la pequeña burguesía al
Dios
exterminador, para que la hiera una vez
más
con golpes aun mayores que los asestados
en 1938.
Solamente nosotros, los burgueses,
sabemos unirnos al populacho,
y los jóvenes extremistas, apeándose de
Marx y vistiéndose
en el mercado de las Pulgas, no hacen
otra cosa que aullar
como generales e ingenieros contra
generales e ingenieros.
Es una lucha intestina.
Quien muriera realmente de
consunción,
vestido de mujik, antes de cumplir
siquiera dieciséis años,
sería el único, quizá, que tendría razón.
Los otros se asesinan entre sí.

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2 comentarios:

carla dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
japón dijo...

habrá terminado ya carla el libro?